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16 de Octubre. ¿Cómo olvidar aquel día? Cómo olvidar los últimos abrazos en el aeropuerto y la última sonrisa cómplice de mi madre. Un nido de hormigas paseándose por mi estómago, una voz en mi cabeza cuestionándose aquello que llevaba planeando desde hacía meses, y yo ahí. Sentada, tomando altura.

 

Quizás antes de continuar deba poneros en situación. En Junio terminé bachillerato, acababan de aceptarme en la universidad y, bueno, el pronóstico de lo que iba a ser mi año parecía bastante claro. Sin embargo me aburría solo la idea de otro año igual; misma ciudad, misma gente y, lo peor, misma mentalidad. Supongo que por ello no me costó despedirme un tiempo de Málaga.


Conseguí contactar con un hostal de Oxford (Inglaterra) y les ofrecí trabajar a cambio del alojamiento. A día de hoy aún me pregunto cómo Marc (quien sería mi jefe) pudo hacer caso a una niña de 18 años cuyo inglés era cortesía del traductor de Google.

 

Oxford

 

Retomando la historia y saltándonos colas de aeropuerto, revisiones de aduanas y viajes en autobús, llegué al hostal. Era pequeño, nada parecido a lo que había imaginado. Mi cuarto se componía de cuatro literas y baldas en la pared que cumplían la función de armarios, estantes y, ocasionalmente, papeleras. Recuerdo que pensé en mi madre, en cómo se hubiera horrorizado al ver aquel lugar. Yo, en cambio, vi algo totalmente diferente.


Salí a conocer la ciudad. Caminé sin saber a dónde. Me perdí. Me perdí infinidad de veces y todas intencionadas. Me dejé engatusar por sus históricas calles y observé todo con los ojos de quien nunca ha mirado antes.


Puntualidad inglesa. 7pm. Hora de trabajar. Dos guantes, una esponja y un teléfono inalámbrico al que todos contestábamos con un, no impuesto pero muy popular, “Central Backpackers Hellow” . Quizás las indicaciones en inglés no me parecían fáciles pero el trabajo si lo era. Mantener la limpieza del hostal y atender a los huéspedes. Fácil. Muy fácil. Tanto que al poco tiempo me permití el desafío de compaginar el hostal con un trabajo en un restaurante y, ocasionalmente, una discoteca (una historia que os contaré en otra ocasión)



Superado el primer día de trabajo llegaba el momento que más temía. El contacto con los compañeros.


-Y el hormigueo volvía a entrar en escena-



Recuerdo que cené en una mesa. Ellos en otra. Los analicé. Eran siete: chicos y chicas, todos entre veintitrés y veinticinco años. Españoles. Fue David quién rompió el hielo con ese “ven, siéntate con nosotros”. Lo hice. Empezamos a hablar y congeniamos. En momentos así te preguntas si las amistades que creas son naturales o si están forzadas por la situación. Creedme, solo el día que te vas eres realmente capaz de responder esa pregunta. Y os impresionaría saber lo rápido que llega ese día. Tan rápido que cuando te das cuenta estás a las puertas de un autobús en marcha dando tus últimos abrazos y prometiendo una vez más que habrá un reencuentro.



¿Y en qué piensas? En ti. Piensas en el “yo” que, decidido, emprendió la aventura y en esa nueva versión que hoy está diciendo adiós. En lo que ha cambiado tu mentalidad y manera de ver las cosas. La de gente que has conocido y lo que has aprendido de ellos. Y llegas a la conclusión de que sí, da miedo irse, da miedo salir de la zona de confort. Pero ese miedo, al final, esconde algo extraordinario. Al final merece la pena.

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